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sábado, 11 de mayo de 2013

Diario de un niño que envejece


Nueve y cuarenta y ocho
de una extraña mañana,
he despertado con lágrimas saladas
un recuerdo, como


quien despierta al niño
que hay en la cuna
cuando hasta la luna
vigila su nido.


Es el primer recuerdo
de una infancia difuminada
por las paredes de mi mente cansada
donde solo hay una sonrisa blanca.


Es la inocencia perdida tras años,
la estancia olvidada donde todos los juguetes,
después de diez años, mueren,
melancólicos de aquel pasado.


Decidme, ¿acaso sois mejores
por haber madurado,
ahora que añoramos 
no tener que ser mayores?



Cada vez que el minutero avanza
envejecemos, a costa de saber
cuando hacemos daño, ver
más allá de la carcasa humana.